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La elegancia del erizo



L’ÉLÉGANCE DU HERISSON, de Muriel Barbery


Por M. Carmen Contreras Valle (profesora de Francés)


Las relaciones humanas rígidas y encorsetadas de varias familias de la burguesía parisina son el punto de partida de la historia, y los apartamentos de lujo donde cohabitan es el escenario en que se desenvuelve esta novela; mejor dicho, las zonas comunes: la portería, los pasillos, el ascensor… son esas zonas límites, esos pequeños espacios que tienen que compartir a pesar de ellos. Esas fronteras físicas delimitan también fronteras sociales y, sobre todo, fronteras mentales.


Como centro neurálgico, una portería habitada por un ser peculiar, una portera que cumple con creces todas las expectativas que su trabajo le impone; aspecto físico, comportamiento, gustos culinarios y aficiones. Sin embargo, esconde una personalidad bien distinta, y se nos revela como un ser humano de gustos estéticos exquisitos. Una mujer que ha cultivado durante toda su vida inquietudes intelectuales interiores, siempre en secreto.

Esa vida secreta, escondida, es compartida por momentos con Manuela, la mujer de la limpieza de uno de los apartamentos.

Un personaje dotado de una gran humanidad y al que parece no afectar la miseria que rodea su vida. Su dignidad queda patente a modo de pequeños pastelillos, creados con esmero, envueltos en papel de seda que comparte en la portería con Renée en esos momentos que podríamos llamar de té y filosofía cotidiana.


Es la casa de Renée, pues, un microcosmos secundario que ella se encarga de decorar de portería (gato incluido, televisor siempre encendido, olores a caldo…) para no ser descubierta. Es el único espacio en el que da rienda suelta a su personalidad. Dentro de allí todo es posible, su vida cobra el sentido y las dimensiones reales: se dota a sí misma de alas, es capaz de disfrutar en permanente estado de crecimiento personal.


En yuxtaposición con el personaje de Renée aparece, también en primera persona, una niña de doce años superdotada, Paloma. Ella también esconde a todos sus capacidades y se mimetiza no sin dificultades en su entorno de clase alta. Después de reflexionar sobre la injusticia humana y lo absurdo de la existencia decide planear su suicidio. Bien premeditado, antes se impone a sí misma la creación de pensamientos profundos a partir de los acontecimientos del presente y pensamientos íntimos sobre su propia experiencia de vida y en paralelo, diariamente va coleccionando ansiolíticos de su madre. Ella, lo mismo que Renée vive encerrada en su concha sin dejarse ver del exterior. Pero, a diferencia de la portera, no tiene un espacio físico donde desarrollar su potencial sin ser descubierta.


La vida sigue su curso sin altibajos en este enjambre de incomunicación, cada uno en su puesto, cada uno cumpliendo el papel que le ha sido asignado. El hermetismo de sus casas se ha prolongado de manera irreversible en las personas que las habitan. Cada casa es una isla y sus inquilinos, naúfragos humanoides sin solución.


Pero, he aquí, que llega un acontecimiento que altera sobremanera la quietud mortecina de estas existencias decadentes: la muerte de uno de los vecinos y la aparición de un nuevo inquilino que ocupará el apartamento vacío: el señor Ozu.


De repente, la mudanza, los trabajos en el interior, el movimiento inusitado en una de las casas despierta el interés del resto de los vecinos. Las señoras se sienten halagadas con el trato educado del nuevo vecino. M. Ozu es japonés y por tanto se esmera en una relación social distante pero cortés, lo que conviene a la perfección a las damas del nº7 de la calle Grenelle.


El, sin embargo, fija su atención en los dos personajes que sobresalen del resto: Paloma y Renée. Como dotado de un sexto sentido, el señor Ozu ha descubierto almas distintas de todas las demás. Dos seres únicos en un mundo en el que triunfan el esnobismo, la mediocridad y el clasismo.


Dos personas, en cierto modo, fracasadas y solas en sus dobles existencias. Cada una de ellas en su rincón construyendo vidas secretas, re-creándose a sí mismas. Re-alimentando sus almas que cotidianamente se ven amputadas, censuradas por el estereotipo al que tienen que responder frente a los demás.


Cada una está sola y se reinventa a su manera: Renée encerrada en su portería pretende renacer con cada gesto secreto (por cierto, re-née es renacida) y Paloma, desesperada, planea su muerte encerrada en una concha interna, de la que ni puede ni quiere salir, desde su profundo y pesimista conocimiento sobre el ser humano.


Una gran diferencia más entre ellas; mientras Renée, con un aspecto físico que ayuda, ejerce un férreo autocontrol y en muy contadas ocasiones deja traslucir su verdadera personalidad, Paloma, más pequeña, cede a las tentaciones que se le presentan para abominar de todo lo que la rodea.


Con M. Ozu dejan de ser extrañas una para otra, un descubrimiento del que los tres se ven beneficiados. M. Ozu, desprovisto de prejuicios clasistas y solo, sabe ver también dos soledades excepcionales que le atraen. Empieza el juego de la complicidad, el señor Ozu y Renée comparten gustos artísticos. Paloma descubre su lugar dentro de aquel inmueble en la portería de Renée y descubre también el movimiento del mundo en simples gestos, abrumada siempre a causa de su hipersensibilidad mucho más acusada que su inteligencia.


El grado de emoción en toda la obra va in crescendo hasta el final. Un final en el parece dejarse entrever el destino del ser humano, morir para propiciar otras vidas. La muerte y el renacer de la mano con un poso amargo de ausencia y dejando tocada la voluntad de seguir, de continuar indagando en la esencia del movimiento del mundo. En los pequeños movimientos del mundo con fin en sí mismos y que llevan intrínseco la inexorabilidad y la tristeza y, en paralelo, lo imprevisible y la belleza .


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